La Ruta 66, o la "Mother Road", como muchos la llaman por aquí, es más que una carretera: es historia pura, una vena vieja de asfalto que atraviesa el corazón de Estados Unidos. Como camionero, recorrerla es como viajar atrás en el tiempo, entre moteles de neón, estaciones de servicio oxidadas, diners que huelen a café rancio y tartas caseras, y pueblos que parecen sacados de una película de los años 50.

Arranca en Chicago, Illinois. Ahí empieza todo. El tráfico es denso, mucho coche, mucho semáforo. Pero en cuanto te vas alejando, el paisaje se va abriendo. En Misuri, las colinas verdes y los pueblos pequeños empiezan a dejar huella. Vas viendo estaciones viejas, algunas reconvertidas en museos o tiendas de recuerdos.

Luego viene Kansas, aunque solo son unos pocos kilómetros. Parada obligada en Galena, donde todavía saludan con la mano desde el porche. En Oklahoma, la carretera se siente más viva, con tramos originales aún intactos. Aquí se notan los años de historia. Gasolineras antiguas, anuncios desvencijados y esa sensación de que cada milla cuenta una historia.

Al llegar a Texas, el cielo se abre. El tramo por el Panhandle es plano, recto, infinito. El viento golpea el remolque y el sol cae de frente. Aquí es donde uno se siente realmente pequeño. Parar en Amarillo a comer un buen filete de los grandes ya es una tradición entre nosotros.

Nuevo México y Arizona traen el desierto, el calor seco, los pueblos fantasma y la ruta que se retuerce entre cañones y montañas. Aquí se ve el espíritu del Oeste. Carreteras solitarias, señales desvencijadas, y tramos donde la vieja 66 se aleja del nuevo asfalto de la interestatal y te lleva por caminos olvidados.

Finalmente, entras en California. Pasas por Barstow, San Bernardino, y al final, después de tantas millas, llegas a Santa Mónica, donde la Ruta 66 termina con vista al Pacífico. Muchos turistas se hacen la foto con el cartel de “End of the Trail”, pero para nosotros, los camioneros, es más que un final: es el cierre de un viaje que atraviesa el alma de América.

No importa cuántas veces la recorras, la 66 siempre tiene algo nuevo que mostrarte. Es una ruta que se siente, se vive y se respira. Cada bache, cada parada, cada amanecer en la cabina te recuerda por qué uno se enamora de la carretera.